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25.1.11

Un loco que la pasó bomba

Una crónica de Puch

“En el momento de ingresar se sentirá una sensación de fuerte miedo, el miedo de derrota con la acción, la bomba es la protección, recuerda el miedo es sólo una fobia, hay que ignorarla porque todo está calculado, hay que seguir el sistema de perfección”.
Aquella mañana soleada fue la última para Ruiz Wilfredo Ninasqui Barrios, quien deambulaba con un maletín plateado en mano, un pantalón color caqui y una casaca con capucha por las calles del emporio comercial Gamarra. Aparentemente era un comprador más, uno de los tantos limeños que colmaban las calles en busca de los saldos de exportación, telas y demás. Sin embargo, este personaje hacía gala de una actitud muy sospechosa, en especial cuando se acercó a la puerta del banco BBVA. El ex militar observó con calma la misma, se aproximó hacia ella con naturalidad fingida y, a pesar de su sospechosa vestimenta, logra ingresar sin cuidado. Teniendo precaución, expone el maletín en el cual contenía más de un kilo de dinamita hacia un sensor, ubicado en su base. Acto seguido, se ubica a un lado y coloca el objeto plateado en el piso, esta vez abierto. El policía de la entrada continúa con las gentilezas, abre y cierra las puertas a todo individuo que ostentaba pasar y no se percata en ningún momento de lo que acababa de dejar entrar. A Ninasqui se le nota nervioso, demora un rato en cerrarse bien la capucha y logran escapar un par de inocentes. Sacó la pistola y dictó el comienzo de este infierno.
“El policía en la puerta fue alertado, solo cumplió con salvar su pellejo y cerrar la puerta. En los primeros reportes noticieros, se hace referencia a una banda de terroristas con rifles AKM, pero que la policía se mostraba hermética al momento de dar mayores datos al respecto”.
Siete rehenes sufrían mientras el autonombrado terrorista hacía gala del control remoto con el cual volaría en pedazos todo el local. Según el diario que se le fue encontrado a Ninasqui, nos dice “soy un terrorista, tengo una bomba atómica y un control remoto conectado a un celular… quiero una transacción en efectivo de dos millones de dólares” (cabe añadir el pedido de un helicóptero y una moto profesional, dentro de sus exigencias). Lo cierto es que Ninasqui no apuntaba muy bajo, ya había logrado cumplir la primera parte del plan que tenía anotado a modo de diario en una pequeña agenda. También había hecho llegar sus pedidos materiales a través de dos rehenes en las puertas e incluso logró hacer que una de las trabajadoras del banco borre sus huellas impregnadas en la puerta.
No obstante, luego de unas horas, vio como su plan se derrumbaba poco a poco. Encontró una cámara que lo filmaba y se atrevió a mostrar un rehén herido, lo cual contribuyó a que su situación empeore. El exagerado despliegue policial en la zona hizo presión sobre su persona y se declaró perdido al escribir “el terrorista se prepara para la retirada, el terrorista antes de salir del banco coloca la bomba atómica colgada en las asas de la puerta y finalmente activa el sistema de alarma con el control remoto”. Este hecho solo alarmó más a los encargados del orden.
“Luego de unas horas, la verdad cayó ante todos. No eran dos ni tres, tampoco tenían rifles AKM. Era solo uno, pero tenía una bomba”.
Uno era el individuo, uno también fue el disparo. Un francotirador se encargó de sentenciar la vida de este presunto terrorista tras un descuido al acercarse a una ventana. No hubo un policía cortés que les abra la puerta, todos salieron despavoridos, cegados por los flashes de la prensa y por las sonrisas que los inundaban. Heridos e ilesos, todos contentos, al lado solo yacía el difunto Ninasqui.
“Quizás es momento de ver a quién le abrimos la puerta”.
Puch

23.1.11

Recuerdos de negativo

Un cuento de Andrei Atanasovski

–Ustedes, malditos infelices, ¡ustedes! –exclamaste al ver aquella sombría figura, la figura de tu seguro verdugo en el umbral, vaticinando con su presencia tu trágico destino, tu predecible porvenir, estando sentando en aquella vieja mecedora de madera poco noble, astillada y astillosa, con pinceladas de distintos colores, distintos matices y aplicados en distintos tiempos. Desde el beige hasta al azul, aquella mecedora multicolor envejecida que rechinaba con cada reclinada dada, tratando que tu memoria carcomida por el Alzheimer recuerde los melodiosos himnos de Edith Piaf. Los repetías una vez tras otra en aquel viejo toca discos con aquel LP que te regaló tu fenecida esposa hacia más de cuarenta años.
Al verlo encapuchado, anclado al limen de la puerta, al notar su indumentaria sobria, pero a la vez distinguida, resaltando de sobremanera aquella enorme espada, pensaste si no sería lo más adecuado que de una vez por todas tu verdugo te vuele la cabeza con esa filuda hoja de la espada. Es más, sería una muerte mucho más gallarda que morir de un ataque o esperar al punto que ya no te acuerdes como poner aquel único LP de Edith Piaf, haciendo de tu perpetua agonía algo aún más decadente, aguardando que olvides como digerir tus alimentos, y que tu cerebro ya no pueda mandar ordenes a tu estomago, hígado, pulmones, corazón y demás, dándote entonces un final paupérrimo, patético y risorio.
Tú, un fotógrafo de renombre, el más grande de tu generación, habiendo pasado por el lente de aquella vieja cámara perdida entre el interior de aquel enorme y empolvado armario, figuras como Liv Ullman, Jackie y John F. Kennedy, Jean Michelle Basquiat, Jean Paul Sartre con el par de snapshots que le tomaste en Paris, y tú última grande, ya en tus días finales por tu querida Manhattan: Madonna en sus inicios; ahora te hayas solo, sin poder recordar ni la más mínima noción de fotografía. El culpable fue el ego, no lo llegas a captar ahora, en un rato, dentro de todas tus capacidades, tu alma podrá notarlo en las puertas al inframundo. 
El ego te ganó la partida, las críticas recibidas por la supuesta banalidad en tu trabajo, luego de aquellas fotos con la chica material, te llevaron a volver a tus inicios periodísticos, pero te topaste con el demonio en el camino, con tu triste final. Osaste jugar con el grupo de poder más grande en todo el mundo. Presidentes, Reyes, Pensadores; todos y cada uno con su escaño en las distintas logias, y tu no tuviste mejor idea que desenmascarar sus identidades y no solo eso, sino también sus favores, su argolla, su concentración de poder y su enquistamiento en distintos cargos. Poco más y fotografiabas hasta su basura. Time no te compró el reportaje, el dueño era masón, en cambio, te mandaron a desaparecer. En esa tú si les ganaste, o por lo menos el Alzheimer ganó. Sin hijos ni esposa, eras tú solo y el mundo a tus pies, así que desaparecer involuntariamente, no fue nada difícil. La mente juega malas pasadas, eso sí, pero todo pasa por algo. 
Ahora teniendo escasos momentos de lucidez, todo vuelve de nuevo a ti, recuperaste la memoria pudiste pararte de esa mecedora y le suplicas por un momento más de vida a tu verdugo. Éste no se opuso. Te acercas al viejo armario oculto entre las sombras el polvo y las telarañas y sacas tres paquetes. El primero, tu LP de la möme, lo pones en el tocadiscos y por la corneta salé a todo volumen una de tus favoritas: heaven have mercy. “No more cries, no more tears” piensas. El segundo paquete es un viejo archivo, con casi todos tus trabajos, los paseas entre tus arrugados dedos, hoja por hoja y regresas a todas y cada una, desde Sartre, Madonna y Ullman, hasta Kennedy, todos te están rodeando y sonríen contigo. El tercer paquete está envuelto en un viejo papel periódico, es tu amada, tu fiel cámara, le das un beso, le agradeces para ti por todos aquellos maravillosos e inolvidables momento, y entonces, sólo entonces, la dejas de vuelta en el armario del cual cierras la enorme puerta. Vuelves a tu mecedora, te sientes cómodo, te acuerdas de todo.  ¡Por fin recuperaste la memoria! ¿De qué te sirvió? De nada y aún así una sonrisa se formo en tus envejecidos labios segundos antes de morir. 
Haga lo suyo le exhortaste al verdugo.
Atanasovski

22.1.11

Todos los fieles van al cielo

Un ensayo de Nicole Escudero

¿Qué impulsa a una persona a traicionar a su pareja? Personalmente, creo que es el aburrimiento y la falta de empatía. Hoy en día, se practica un amor liberal, sin compromiso: el verdadero valor del matrimonio se ha minimizado tanto que la mayoría de uniones son por conveniencia. Por un lado está el amor, lo que debería ser la base de un matrimonio; por otro lado está la ley y la sociedad, que niega ciertos beneficios a parejas que no estén casadas (bienes compartidos, herencias); por último está la religión, que condena cualquier forma de mostrar amor que no esté dentro de las estipulaciones matrimoniales correspondientes. Por un lado, las castrantes leyes del matrimonio que niegan la libertad sexual, y por otro lado, la falta de interés en un compromiso a largo plazo con la persona que amas.
Viéndolo de cierta manera, el matrimonio es un contrato. Dos personas aceptan no cometer adulterio, no abandonarse, etc. Lo que debería ser un acto de amor y compromiso, es en realidad un acto económico, de convivencia y muchas veces político. La sociedad en la que vivimos valora más un título que el amor en sí. Como todo contrato, al ser quebrado por una de las partes existen consecuencias. En el caso del matrimonio, cuando una de las partes comete adulterio y se procede a un divorcio, en algunos casos se culpa como responsable al que cometió adulterio y se le resta parte de lo que le corresponde al divorciarse. Por otro lado, si consideramos que el número de divorcios aumenta cada vez más, debería existir una sanción específica para el cónyuge que comete adulterio.
Si vemos las cosas de forma legal y práctica, entonces llegaremos a la conclusión de que si hoy por hoy la mayor parte de matrimonios son por conveniencia, eso quiere decir que habrá un mayor número de divorcios por adulterio. Y sin una ley fija para este tipo de divorcios, una persona que comete adulterio podría fácilmente salir bien librada y encima hasta coimear un juez para quedarse con todos los bienes adquiridos durante el matrimonio.
Viéndolo desde el lado religioso, más específicamente el de la religión católica,  el matrimonio viene a ser exactamente lo mismo pero sin un castigo físico o tangible. El matrimonio religioso es como una unión simbólica, que para una persona realmente devota debería significar muchísimo más que uno legal. Aunque, el matrimonio religioso también es visto como una costumbre, y ya de por si no tiene el valor que debería tener. Generalmente una persona se casa por religioso por convención social, y hoy en día es cada vez más difícil encontrar parejas realmente religiosas que se casen por religión. Dicho esto, es predecible que muchos de estos matrimonios fracasaran, ya que tienen tanta o menos importancia que uno legal. En otras palabras, ni el matrimonio religioso se salva del temido adulterio.
Pero en este caso la sanción vendría a ser convertirse en un simple pecador. Unos veinte Avemarías, cuarenta Padres nuestro y un salve, con eso basta para ser perdonado por un padre. Pero se debe tener en cuenta que para anular un matrimonio religioso se debe tener mucha paciencia. El proceso de anular un matrimonio religioso puede durar años, y muchas veces (en serio, muchas) algún enviado de la iglesia vendrá a intentar salvar tu matrimonio. La iglesia tiene fe en sus creyentes, pero estos pierden la fe cada día que pasa.
El adulterio dentro del matrimonio, en ambos casos significa el quiebre del acuerdo matrimonial. Pero lo que debe ser tomado en cuenta es que en ninguno de los dos casos se contempla antes del matrimonio, las posibles consecuencias y sanciones de cometer adulterio. Como es de esperarse, nadie se casa con una persona pensando en que va a serle infiel, o que tendrá que ir pensando que porcentaje le toca a su pareja en caso de que se cometiera una infidelidad. ¿Por qué se comete adulterio? Es simple, porque las personas no saben prepararse para aceptar un compromiso y darle el valor que merece. La verdadera pregunta es: ¿Por qué el amor no es la base de la mayoría de matrimonios hoy en día?
Si uno se pone a pensar, si el amor fuera la verdadera base del matrimonio, siendo realistas, habría muchísimos menos divorcios y no se tendría que contemplar la opción de crear leyes en caso de adulterio. Y, como la mayor parte de problemas que enfrenta nuestra sociedad globalizada y liberal, la solución está en la educación y los valores que las nuevas generaciones van degenerando.
Nicole


21.1.11

Trillizos siameses

Un artículo de Ivonne Sheen

Lo nublado del cielo y el opaco de las almas ciega a los que dicen ser humanos y regurgitan palabras antes de pensarlas. El amor por ser libres equivalía al anhelo de estar juntos por siempre, figurativamente hablando. La necesidad de rememorar la esencia crucial, al alfa del verdadero tú, conlleva a recuperar todos los recuerdos, incluso a las personas que dejaste atrás como consecuencia del antifaz llamado independencia. Esta historia resulta sorprendente, condenada a ser sacrílega por haber faltado contra el sexto plato perteneciente a la carta del aclamadísimo restaurante Moisés, dispuesto a saciarte por completo, sin necesidad de buscar placer alguno: tres hombres se tomaron de las manos, levantándolas como si hubieran triunfado en alguna competencia. Tal vez sí triunfaron al descubrir cual era su verdadera esencia, juntos se convertían en ella. Los moralistas frente al monitor congestionaron las líneas telefónicas. Como jugando al bingo, presionaron muchos números a ver quién le atinaba. Incesto y homosexualidad fueron las dos palabras pronunciadas por el sacerdote con la mitra mayor. Ellos se encontraban confundidos, lo único que pedían era volver a ser unidos por las manos como cuando eran felices.
Todo comenzó en la Lima de aquellos días en los que aún faltaba una década para llegar al segundo milenio y la ciudad vivía acústicamente golpeada. El primer caso de trillizos siameses horrorizó a los conscientes de que en los periódicos existían más noticias que las manchadas por el color rojo de la sangre. Huérfanos desde el tercer llanto, se convirtieron en un reto para la ciencia. Estaban unidos por las manos, como si la naturaleza los hubiera condenado a andar por el mismo camino, mirándose de frente y sin perderse de vista. Como era predecible, los doctores comenzaron las declaraciones, alegando una operación sin mucho riesgo, prometiendo la apariencia de unas manos comunes y corrientes. La cita en el quirófano duró unas cuatro horas y los afortunados fueron cargados como trofeo de corredor de autos. Pero, ¿quiénes eran aquéllos bebés? ¿Quiénes se harían cargo de ellos? Al ser separados aún no habían sido bautizados con un nombre, estaban a la espera de que alguna pareja se apiade de su desdicha y los adopte. El primero en ser adoptado fue el bebé que se había convertido en la carne del sándwich: Joaquín. Luego, le tocó a Nikolai, el que compartía la mano izquierda. Uno tuvo que esperar un poco más y debido a que nadie venía por él, una enfermera, enamorada de su belleza, se hizo cargo y lo llamó Alessio.
Los padres adoptivos prometieron mantener a cada uno de los hermanos alejados, pues consideraban que era lo más saludable para ellos; sin embargo, todos tendrían el mismo segundo nombre: Martín. Las razones fueron el posible acoso y discriminación social. Joaquín creció en el seno de una familia adinerada, los Radovic, que le pagaban cuanto taller o profesor particular se les viniera en gana. Así, se convirtió en un chico muy culto y lleno de aptitudes. Sus pasiones eran el arte pictórico y culinario; su pintura favorita era la de una joven muy bella friendo un huevo de tres yemas en la misma sartén que le regalaron sus padres cuando se graduó de chef. Aquella sartén era única, tenía un mango de madera con grabados que hacían encajar perfectamente la mano del futuro chef. Cada vez que necesitaba plantear un nuevo menú, recordaba ese cuadro y se decía a sí mismo: “un plato tan sorprendente como encontrar un huevo de tres yemas”.
Mientras tanto, el Jorge Chávez anunciaba la llegada del vuelo número IBE0424, llegado desde la Madre Patria. El último en bajar del avión fue Nikolai Sánchez, un joven famoso por encandilar al público espectador de su maravillosa danza. Su última obra maestra fue titulada “Ella”, la cual no tenía inspiración clara (lo que Strauss llamó arte puro). Nikolai disfrutó de la independencia cuando se fue a la tierra de Sabina a aprender danza. Desde entonces, se desentendió de su familia adoptiva al no sentirse relacionado con ellos. No encontraba ese lazo que todos sentimos al estar lejos de nuestros seres queridos. Le gustaba tomar fotos de las personas y olía a mujer joven. No tenía opciones homosexuales, ni mucho menos evidencia de alguna especie de amaneramiento. Simplemente olía a mujer, le gustaba el perfume sutil y el efecto que este le da a las  personas. Le encantaba ver cómo hechizaba a los hombres y cómo las mujeres preguntaban el origen de aquel aroma. Sin embargo, el efecto que causaba en él era de un dejavú sin lentes, uno en el que el aroma de su cuerpo lo hacía sentir más cerca de “Ella”.
No muy lejos del aeropuerto vivía Alessio con su madre enferma. Para poder sobrevivir, elaboraba muñecas de porcelana. Las pintaba, les ponía rizados cabellos, confeccionaba los vestidos, todas perfectamente iguales. Decía que mientras más perfectas salían, se parecían más a ella. Todo transcurría con naturalidad, pero el cuerpo de su madre ganaba más peso que el de su alma y, minutos antes de la separación corpórea-espiritual, su madre lo tomó de la mano y le enseñó su cicatriz, dándole además una carta que había escrito con la esperanza de algún día ser sincera con su hijo. Él era un joven laborioso y comprometido, dejó de comer por unos días y usó el dinero ahorrado para buscar a los que completaría su soledad. Se convirtió en la sombra de sus hermanos y así los fue conociendo mejor. Decidió averiguar sus direcciones y enviarles cartas. Se compró una Underwood Universal Portable y escribió dichas cartas mientras los observaba a lo lejos, como usándolos de inspiración. Les contó los primeros días de sus vidas que nunca han recordado y adjuntó los periódicos que pasaron a ser archivo de la hemeroteca y donde, sin saberlo toda su vida, se encontraron sus primeras fotografías. Cada carta era escrita con la esperanza que cada uno de sus hermanos sintiera lo que él, Alessio, sentía. La última terminaba así: “sé que buscas lo mismo que yo, no mires detrás que no me reconocerás. Vamos a verla”.  
Se encontraron los tres hermanos con flores en las manos, admirándose. Eran idénticos. El sentimiento brotaba y no había necesidad de ninguna prueba. Ellos sabían, lo sentían. Le dejaron las flores y un viento fuerte se mezcló con el aroma del perfume de Nikolai envolviéndolos. Una lágrima se posó bajo la esfera que nos permite ver todo y se tomaron de las manos. Nunca debieron ser separados, se dieron cuenta que juntos eran ella. Cuando hicieron el pedido de volver a ser unidos, dos olas como un asesino tsunami cayeron sobre ellos y no comprendieron que el amor que profesaban no era más que el de tres hermano que nacieron con una anomalía peculiar que evidenciaba el amor y los deseos de ella.
La historia resulta conmovedora, es increíble cómo el amor puede llegar a ser más fuerte que el propio destino, como si algo los hubiera seguido toda sus vidas a pesar de que los mantuvieron lejos. En cada uno de ellos había un poco de ella, y ese fue su deseo: permanecerla viva en ellos. La soledad era parte de sus vidas, a pesar que se encontraban acogidos por personas que dijeron tener compasión por ellos, aunque sólo una, la madre adoptiva de Alessio, comprendió que si realmente quería a su hijo, debía darle la felicidad que siempre buscó, la oportunidad de encontrar sus otros puntos cardinales, convirtiendo al sentimiento en una energía más fuerte que la biológica y permitiendo que seres humanos permanezcan juntos sin necesidad de una unión corporal.
Sheen

20.1.11

La vida después de la vida

Un artículo de Daniel Morales


Entre la monotonía del viaje en tren de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, y un asiduo interés por la escatología, transcurrían los días de Rosa Rolmendi. Aquella bibliotecaria de falda larga, canas cortas, lentes gruesos, voz ronca, cara patibularia y andar cansino era también una lectora y una escritora insaciable. Algunos, los pocos que la conocían, decían que sufría de hipergrafía. Era de esas señoras que extraña vez exteriorizan una sonrisa, andan siempre con esa seriedad tan suya, que impone respeto e incluso intimida. Solía salir temprano de su casa con destino a la escuela donde trabajaba como bibliotecaria, siempre a la misma hora, en el mismo paradero. Esperaba el tren para sentarse en el mismo lugar en el fondo del vagón y escribir sobre el mismo tema, ese que tanto le fascinaba por ser un misterio: la vida después de la vida.
Empezó a interesarse por ese tema desde el día en que, siendo una pequeña, leyó un libro de quien se convertiría en su autor favorito: Borges. Fue el regalo de su padre por su décimo cumpleaños: “la muerte del cuerpo es del todo insignificante y morirse ha de ser el hecho más nulo que le puede suceder al hombre”, argumentaba el autor, que en aquel libro también propuso “suicidarse para discutir sin estorbos”.
¿Suicidarse para discutir sin estorbos? Esa fue la pregunta más frecuente de la vida de Rosa. ¿Cómo discutiría sin vida? ¿Quizás sea demasiado tarde entrar en discusiones cuando la vida se acabe, el latido cese y nunca más inhale aire? ¿Qué pasa cuando la vida ya no es vida? ¿Acaso existe vida después de la vida? Rosa vivió con esas dudas siempre presentes. También pensaba que un cuchillo era el elemento perfecto para darse muerte corporal y así quedar libre de alma en el paraíso, lugar que ella suponía había después de la tierra. No publicaba sus novelas, las sentía demasiado propias, muy personales. Sola y sentada con su cuaderno, plasmaba en ellas cada uno de los caminos que pudo haber tomado para descubrir el misterio que tanto carcomía su mente día a día. Cada novela era una historia que giraba en torno a una chica queriendo descubrir ese tema y en cada una tomaba un camino distinto. Pero su vida real no fue así, ella era una ciudadana normal, con deberes normales, un trabajo normal, un sueldo normal, más no una vida social normal. Se le conocieron pocos amigos, muy pocos. Nunca acudió a una fiesta y vivió sola desde los quince años, cuando se fue de la casa de sus padres. Pasaba sus días entre cigarros, libros, plumas y sueños sobrenaturales.
Cada domingo, al caer la tarde, sentada ella con su soledad, contemplaba el cuchillo entre sus manos, imaginándolo deteniendo su respiración de una sola y profunda clavada en el pecho. La escena se repetía todos los domingos, el único día de la semana que no trabajaba. Colillas de cigarro en el piso, cuarto oscuro, cuchillo afilada y brillante: el paraíso cada vez más cerca; no obstante, nunca se atrevió fácilmente a terminar de una buena vez con sus dudas, tal vez por su cobardía tardó todos esos años en realizar su cometido, sin lograrlo jamás.
Sin embargo, ese día llegó sorpresivamente en uno soleado desde muy temprano, como los que tanto odiaba ella: salió temprano a trabajar, como solía hacerlo, con sus zapatos siempre bien lustrados, la falda negra larga y canas peinadas. Sentada en el fondo del tren camino al trabajo, mientras completaba el tercer capítulo de su octava novela, una gota de sudor se deslizó por su mejilla a modo de lágrima, se dispuso a sacar el pañuelo antiguo que llevaba siempre con ella. Soltó lo que tenía en manos, se cogió el pecho, cerró los ojos sin prisa y se desplomó. De un paro al corazón terminaron sus días de soledad. Nadie lloró por ella, muy pocos la recuerdan, muy pocos lo harán.
Esto me recuerda a mí que muchos viven de sueños, de dudas, de incógnitas. No dejemos que nuestra vida sea un sueño, una duda, mucho menos una incógnita. No nos sembremos incógnitas sin respuesta: vivamos. No dudo que la felicidad de Rosa haya sido más que ínfimos momentos a lo largo de toda su vida. Su soledad y sus dudas le provocaron un constante acercamiento a la locura. Su paso por la vida no fue más que un finito pensar en lo que hay después de esta. “La vida después de la vida”, hasta que murió, y no vivió para contarlo.
Morales Briceño

19.1.11

El gran amarillo

Un relato de Fabrizio Ricalde
Su mirada te penetraba por el cuerpo, poderosa. La sensación de deslizar sus manos por tu cintura le producía un estremecimiento feroz, falseando el tiempo en el segundo del roce continuo, manejándose a oleadas por la grava verdosa al lado de la cabaña. La pradera a un lado; el horizonte al otro; por el norte, su casita de madera, que por las noches producía un humo de manzanas horneadas por ti; por el sur, la caída del valle; y en el cielo, en la luz la claridad y en la oscuridad el gran amarillo, llamando a los asustados que aúllan a nuestras espaldas. El tono verde adorna el universo de aquellas vidas, como tiñendo las pieles del salvaje conjunto ubicado en un lugar recóndito y apacible, perfecto para el goce de los sentidos de la danza. Utilizando el hacha en los días, las mallas en las noches, la firmeza cuando recaes en los sueños de madrugada, yo me suelo trasladar al infinito con los pasos en los pies; salvando el uso de la mecedora, con las piernas estiradas de día y otras mallas cubriéndolas de noche, el viento removiendo tu cabello, tú eres parte del paisaje, lo protagonizas con extrema intensidad. Ella solo aparecía después de la oscuridad, en un tiempo muerto que ya no pertenecía al día ni a la noche, como si solo estuviese lleno de vacío.
Esa noche, los pasos estaban acompañados por una melodía conocida que podías tararear mientras lo veías a él dando piruetas a tu alrededor, desplazándose de un lado al otro por el pasto, describiendo círculos con la manos, apoyando solo la punta de los pies, sonriendo al aire. Tú ibas un poco más despacio, aguardando con paciencia que sus movimientos de veras te cortejen, para llenar de realismo la escena trazada y convertirla en el acto de pasión fulgurante necesitado por ambos cuerpos. De pronto, algo hacía falta en el lineamiento del guión propuesto para el baile: se le veía tan bien en ese chaleco cerrado, con el cabello ligeramente largo cayendo por detrás de sus hombros, pero su danza estaba incompleta, la expresión de su rostro no generaba el gozo de la atracción, no conseguía el efecto necesario. Saliste corriendo hacia la cocina, atravesando tres salones, mirando de reojo al gran amarillo cuarteado por un par de nubes y, sin darle la importancia debida, cogiste una manzana de la cocina y regresaste a su lado, ofreciéndosela en la boca para que la mantenga ahí, aprisionada entre sus labios y dientes. Era muy grande, no daba la impresión de sonrisa que andabas buscando. Él estaba a punto de parecer ahogado, pero no te había dicho nada por complacerte, como siempre. Se la quitaste de la boca y la llevaste de vuelta a la cocina donde, con un cuchillo largo y filudo, la cortaste por la panza. Dos pedazos iguales cayeron hacia los costados, describiendo dos formas que asociaste rápidamente con un gusto naciendo de dentro de ti. Llegaste a su lado nuevamente y le colocaste uno de los pedazos en la boca y su expresión cambió en el acto, aunque él seguía atorándose y la imagen solo valía par ti según el fin trazado desde el inicio. Lo dejaste bailar, no diste crédito a sus arcadas, ni a sus miradas de sorpresa mientras desabrochabas tu falda y acariciabas la parte descubierta con sumo cuidado, sin quitarle los ojos de su rostro, precisamente de su boca. Entonces fue cuando descubrió que ella seguía en tus pensamientos, tan radiante, con el corazón tan blanco de las primeras veces, hace muchos años.
Cogió la figura femenina que abrazaba entre sus dientes y la tiró al suelo de un solo aventón furioso, con ojos llenos de desconsuelo y desesperanza, de imaginarse en las pocas posibilidades restantes para alejarte del tiempo muerto. Al gran amarillo se le alejaban las nubes, permitiendo cada vez más la claridad de su forma circular, haciendo aumentar el tono de los aullidos cercanos. Tú no estabas dispuesta a semejante desplante: arremetiste con un empujón certero, dejando caer tu falda hacia abajo, pisoteándola al pasar por encima, y el forcejeo terminó haciéndolo trastabillar hacia atrás por el cansancio del baile, cayendo al suelo de un golpe seco. La agitación de la pelea, el gran amarillo brillando en el cielo, las bestias que aúllan saltan por encima del cerco y se acercan a sus figuras, formando círculos entorno a ustedes. En ese tiempo muerto, tú ya no los conoces, tus maneras hostiles –desgarradas por el desenfreno de no tenerla a ella cerca para tan solo acariciarla– te hacen gritarles por no permitirte el paso. La irritación acelera el proceso, un hilo rojo se desliza hacia abajo por tus muslos, en dirección a las pantorrillas. La mirada atónita del hombre, el gran amarillo como un fluorescente en el cielo, ambos posando sus sentidos en aquellas fieras despedazando tu cuerpo.
Ricalde

17.1.11

Su último día

Un cuento de Jonathan Arriaga

Era una noche fría en casa de Dennis. Ante tanto aburrimiento y ver tanta gente en su casa, propuso sacar algunos juegos de mesa solo para pasar el tiempo.
–Dennis, no tengo ganas de jugar –dije.
–No hay problema, Dean, haz lo que quieras, tu casa es mi casa –me dijo poniendo su brazo sobre mi hombro en un gesto de camaradería.
Me parecía raro que aún no llegara Daniel, uno de mis mejores amigos. Siempre era invitado constante en casa de Dennis, aún más siendo vacaciones. Pasaron un par de horas y tocaron la puerta. Dennis, con un vaso de whisky en la mano y mientras caminada tambaleándose, se dispuso a abrir la puerta. Era Daniel con una chica.  
–Dennis, mi hermano, disculpa la tardanza –dijo este, mirándola.
–No hay problema Daniel, pasa. Bienvenido –contestó Dennis sonriendo.
La chica con la que había llegado me había dejado sin aliento: sus ojos pardos, su piel blanca y sus delgados labios rojos me demostraban ignotamente que la vida era bella. Se sentó junto a mí en el living room, mientras su delgado y perfecto cuerpo me ponía nervioso y provocaba en mí un extraño deseo de pasar mi vida junto a ella.
–Qué aburrido jugar cartas –se quejó la chica.
–¿Cómo te llamas? –pregunté sonriéndole, sin prestarle atención a lo que acababa de decir.
–Deborah, ¿y tú? –respondió sin mirarme.
–Dean –respondí con firmeza, tratando de darle un tono grave a mi voz.
Ella me sonrió, sacó un cigarrillo y lo prendió. Mientras fumaba, miraba la enorme casa, parecía no creerlo. A los pocos minutos, se paró y se acercó al espejo que estaba frente a nosotros.
–Iré a caminar –dijo mientras pasaba su delgadas manos por su morena cabellera.
Me tomé la cabeza y pensé en lo hermosa que era, mirándola desaparecer por el jardín de la inmensa casa de Dennis. Empezó a volverse una especie de droga que me mataba ante su ausencia. Respiré, me paré, me vi al espejo, desordené un poco mi cabello y decidí seguirla. Ella caminaba lentamente, un faro la iluminaba de forma gloriosa. Me acerqué sin que se diera cuenta.
–¿Puedo acompañarte? –pregunté mirándola a los ojos.
–Claro, ¿por qué no? –sonrió al cielo.
Yo hablaba un poco de todo y le contaba anécdotas vividas con Daniel, pensando dentro de mí el hermoso momento que vivía junto a ese ángel. En un momento se detuvo, me miró a los ojos, como hechizándome, y se desplomó. La asistí de inmediato, como si se hubiese caído una finísima pieza de porcelana. Le daba aire, le hablaba y no respondía. Una lágrima mía cayó en su mejilla. En mis brazos, abrió los ojos y con la voz más dulce y tranquila del mundo entero, me pidió que la bese. Me acerqué a sus labios rojos lentamente y los acaricié con los míos, sintiéndome en ese momento más poderoso que Dios. Deslizamos nuestros labios y en una mirada eterna me pidió que la dejase ahí, estaba muerta. Otra lágrima mía cayó sobre su mejilla, y el verde césped se apoderó de su cuerpo, al mismo tiempo que el faro muy brillante la iluminaba. Ella sonreía, fría.
Pasé vacío por el tumulto de gente, con el recuerdo de sus labios en los míos, y nadie me vio, nadie dijo nada. Pasé por el living room y me detuve unos momentos, recordándola. Abrí la puerta y me perdí en la oscuridad de la noche, con la única brillante compañía que tenía era la luna, solitaria, mirándome a lo lejos.
Arriaga

Fuego fructífero

Un cuento de Sergio Puch

La última gota de sudor te indicó que la jornada de frustraciones había acabado. Llegaste a casa, una densa ventisca refrescó lo que aún quedaba de tu dignidad y tu cuerpo soltó un leve relieve, de esos a los que no estabas acostumbrado en los días de verano y que siempre eran como cerezas en un pastel: fríos y perfectos. El deseo de aquella escena se convertía en un fantaseo casi erótico, como un sueño mojado, mientras te relamías los dientes y tu cuerpo soltaba descargas eléctricas cada vez que pensabas esa palabra: mojado. 
Arriba, tu mejor enemigo no se quedaba atrás y lanzaba sus propias descargas radiantes, de esas que siempre odiaste, como el traje caricaturesco que llevabas en el cuerpo: redondo, rojo, esponjoso, de polietileno y material impronunciable a tu limitado conocimiento textil. A duras penas eras un tomate, y no precisamente por el sofocante calor. Desnudaste la mitad de tu sudoroso torso que carecía de vellos para buscar la llave, introdujiste tu mano hacia el bolsillo secreto de tus bóxers y la cogiste. Desglosaste la victoria en pequeños latidos de emoción y la insertaste a la cerradura, terminando exitosamente la escalada al Everest de Mercurio. 
Entraste a casa y saludaste a Afrodita. Lucía ese delantal tan fresco, envidiable hasta cierto punto porque aún tenías que mantener algunas apariencias aristocráticas. Nunca te hubieras atrevido a ponértelo, pero sí te hubiera seducido la idea de ir así al trabajo; estaba vestida mejor que tú. Ciertamente tu orgullo había caído por debajo del suelo hacía algunos años y tú solo te consolabas lanzándole miradas pícaras y seductoras. Con ojos de lince nunca dejaste de observar detenidamente las piernas contorneadas de aquella chica que había venido de Pozuso a los quince años a servir en tu casa. Ahora la voluptuosa y coqueta tenía sus treinta y tantos años. Habías perdido la cuenta hace mucho, mientras te ibas volviendo loco con sus curvas. Paseaste por el patio que te trajo recuerdos de tu padre diciéndote que debías estudiar en la universidad, del velorio de tu abuelo y la reunión con el abogado post-mortem del viejito de canas blancas que te otorgó la casa que tanto quisiste. Frunciste el ceño con amargura. Miraste todo el ambiente denigrante que te carcomía por dentro porque sabías que nada era tuyo, que solo poseías tu cuerpo y, sobre todo, porque tu alma ya había sido vendida a la condena de asistir a un supermercado para promocionar un jugo de tomate vestido del “vegetal redondo más nutritivo y colorido”. 

Con esa misma libido que te provocaba la selvática, habías logrado satisfacer  tus ganas masturbándote, emulando el placer divino entre tus sábanas, retorciéndote ante cada fantasía que pudiese cumplir tu invitada de ocasión, siempre usando condones para prevenir desastres y evitar ser descubierto. Sin embargo, hoy tus frustraciones pudieron más que tú y abrazaron tus pupilas para reemplazarlas por fuego al cobrar vida. Te cansaste de solo pensarla y desearla. Fuiste en busca de aquella inocente trabajadora que se vestía mejor que tú para humillarla, hacerla sentir ese calor sofocante que sufrías en tus días de verano en la puerta del supermercado. Afuera el traje y con él, el peso de las frustraciones, los ojos rojos marcaban tu rauda determinación. La acechaste, examinaste sus movimientos y, como un leopardo, fuiste por ella mientras continuaba con la limpieza de la sala. El sonido de la aspiradora no fue suficiente como para detenerte, agarraste a la presa con tus brazos, rompiste el delantal por delante y formaste un escote provocador mientras intentaba zafarse sin éxito.  Sus pezones eran como la aureola de un ángel, pero la consigna era humillarla. No titubeaste en dejar de lado su delantal y quedaste sorprendido al descubrir que no había ropa interior. Tú arremetías contra el mueble como un toro y ella lloraba, gritaba que la sueltes, te arañaba la espalda, pero todo eso solo te excitaba. Querías más, la sentías cada vez más dentro tuyo. Te engañabas intentando contagiarle todas aquellas lástimas como enfermedades venéreas hasta que liberaste tu cuerpo como con esa brisa fría en aquellos días de verano, como aquella cereza en el pastel que tanto anhelaste, solo que esta vez serían dos.
La tiraste a un lado, sudaban ambos como cerdos, ella llorando desconsolada. No te dirigió la palabra y corrió al cuarto que le pertenecía, sabiendo claramente que, en realidad, ella no pertenecía a aquel lugar. Ambos tiraron sus puertas, por un lado la desesperación y la decadencia; por otro, la victoria, ese sentimiento que no gozabas hace mucho.  Te echaste a dormir y no pensaste en nada, estabas tan vacío como tus glándulas seminales. Las horas pasaron, el horizonte te despertó con la visión iluminada, brincaste de la cama con el pie derecho y pensaste: por fin. Renunciarías. El pecado te cambió la vida a trescientos sesenta grados. Dejaste los cigarrillos en la mesa, cogiste las llaves del carro y te dirigiste a lo que quizá fue la mejor decisión de tu vida. Miraste con determinación al jefe, se rió de ti a carcajadas mientras renunciabas, se quejó de que debiste hacerlo hace mucho e indicó que te largaras.  Cogiste las llaves del carro y marchaste por la calle cercana a tu casa. Los bomberos rodeaban tu ex hogar. Se te acercó un policía al ver la expresión de tu rostro, preguntó si sabías algo de una tal Afrodita. Dijo que te había adjuntado una nota que decía lo siguiente.
“Así como el fuego de las pasiones cegó tus pupilas, hoy ciego para siempre tus sueños con el mismo fósforo con el que comenzabas tus mañanas ilusas, llenas de infelicidad y de nicotina".
Miraste como el fuego abrazaba ahora tu casa. Pensaste: Quizá es momento de ser un melón.

Puch.