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17.1.11

Fuego fructífero

Un cuento de Sergio Puch

La última gota de sudor te indicó que la jornada de frustraciones había acabado. Llegaste a casa, una densa ventisca refrescó lo que aún quedaba de tu dignidad y tu cuerpo soltó un leve relieve, de esos a los que no estabas acostumbrado en los días de verano y que siempre eran como cerezas en un pastel: fríos y perfectos. El deseo de aquella escena se convertía en un fantaseo casi erótico, como un sueño mojado, mientras te relamías los dientes y tu cuerpo soltaba descargas eléctricas cada vez que pensabas esa palabra: mojado. 
Arriba, tu mejor enemigo no se quedaba atrás y lanzaba sus propias descargas radiantes, de esas que siempre odiaste, como el traje caricaturesco que llevabas en el cuerpo: redondo, rojo, esponjoso, de polietileno y material impronunciable a tu limitado conocimiento textil. A duras penas eras un tomate, y no precisamente por el sofocante calor. Desnudaste la mitad de tu sudoroso torso que carecía de vellos para buscar la llave, introdujiste tu mano hacia el bolsillo secreto de tus bóxers y la cogiste. Desglosaste la victoria en pequeños latidos de emoción y la insertaste a la cerradura, terminando exitosamente la escalada al Everest de Mercurio. 
Entraste a casa y saludaste a Afrodita. Lucía ese delantal tan fresco, envidiable hasta cierto punto porque aún tenías que mantener algunas apariencias aristocráticas. Nunca te hubieras atrevido a ponértelo, pero sí te hubiera seducido la idea de ir así al trabajo; estaba vestida mejor que tú. Ciertamente tu orgullo había caído por debajo del suelo hacía algunos años y tú solo te consolabas lanzándole miradas pícaras y seductoras. Con ojos de lince nunca dejaste de observar detenidamente las piernas contorneadas de aquella chica que había venido de Pozuso a los quince años a servir en tu casa. Ahora la voluptuosa y coqueta tenía sus treinta y tantos años. Habías perdido la cuenta hace mucho, mientras te ibas volviendo loco con sus curvas. Paseaste por el patio que te trajo recuerdos de tu padre diciéndote que debías estudiar en la universidad, del velorio de tu abuelo y la reunión con el abogado post-mortem del viejito de canas blancas que te otorgó la casa que tanto quisiste. Frunciste el ceño con amargura. Miraste todo el ambiente denigrante que te carcomía por dentro porque sabías que nada era tuyo, que solo poseías tu cuerpo y, sobre todo, porque tu alma ya había sido vendida a la condena de asistir a un supermercado para promocionar un jugo de tomate vestido del “vegetal redondo más nutritivo y colorido”. 

Con esa misma libido que te provocaba la selvática, habías logrado satisfacer  tus ganas masturbándote, emulando el placer divino entre tus sábanas, retorciéndote ante cada fantasía que pudiese cumplir tu invitada de ocasión, siempre usando condones para prevenir desastres y evitar ser descubierto. Sin embargo, hoy tus frustraciones pudieron más que tú y abrazaron tus pupilas para reemplazarlas por fuego al cobrar vida. Te cansaste de solo pensarla y desearla. Fuiste en busca de aquella inocente trabajadora que se vestía mejor que tú para humillarla, hacerla sentir ese calor sofocante que sufrías en tus días de verano en la puerta del supermercado. Afuera el traje y con él, el peso de las frustraciones, los ojos rojos marcaban tu rauda determinación. La acechaste, examinaste sus movimientos y, como un leopardo, fuiste por ella mientras continuaba con la limpieza de la sala. El sonido de la aspiradora no fue suficiente como para detenerte, agarraste a la presa con tus brazos, rompiste el delantal por delante y formaste un escote provocador mientras intentaba zafarse sin éxito.  Sus pezones eran como la aureola de un ángel, pero la consigna era humillarla. No titubeaste en dejar de lado su delantal y quedaste sorprendido al descubrir que no había ropa interior. Tú arremetías contra el mueble como un toro y ella lloraba, gritaba que la sueltes, te arañaba la espalda, pero todo eso solo te excitaba. Querías más, la sentías cada vez más dentro tuyo. Te engañabas intentando contagiarle todas aquellas lástimas como enfermedades venéreas hasta que liberaste tu cuerpo como con esa brisa fría en aquellos días de verano, como aquella cereza en el pastel que tanto anhelaste, solo que esta vez serían dos.
La tiraste a un lado, sudaban ambos como cerdos, ella llorando desconsolada. No te dirigió la palabra y corrió al cuarto que le pertenecía, sabiendo claramente que, en realidad, ella no pertenecía a aquel lugar. Ambos tiraron sus puertas, por un lado la desesperación y la decadencia; por otro, la victoria, ese sentimiento que no gozabas hace mucho.  Te echaste a dormir y no pensaste en nada, estabas tan vacío como tus glándulas seminales. Las horas pasaron, el horizonte te despertó con la visión iluminada, brincaste de la cama con el pie derecho y pensaste: por fin. Renunciarías. El pecado te cambió la vida a trescientos sesenta grados. Dejaste los cigarrillos en la mesa, cogiste las llaves del carro y te dirigiste a lo que quizá fue la mejor decisión de tu vida. Miraste con determinación al jefe, se rió de ti a carcajadas mientras renunciabas, se quejó de que debiste hacerlo hace mucho e indicó que te largaras.  Cogiste las llaves del carro y marchaste por la calle cercana a tu casa. Los bomberos rodeaban tu ex hogar. Se te acercó un policía al ver la expresión de tu rostro, preguntó si sabías algo de una tal Afrodita. Dijo que te había adjuntado una nota que decía lo siguiente.
“Así como el fuego de las pasiones cegó tus pupilas, hoy ciego para siempre tus sueños con el mismo fósforo con el que comenzabas tus mañanas ilusas, llenas de infelicidad y de nicotina".
Miraste como el fuego abrazaba ahora tu casa. Pensaste: Quizá es momento de ser un melón.

Puch.