Un relato de Fabrizio Ricalde
Su mirada te penetraba por el cuerpo, poderosa. La sensación de deslizar sus manos por tu cintura le producía un estremecimiento feroz, falseando el tiempo en el segundo del roce continuo, manejándose a oleadas por la grava verdosa al lado de la cabaña. La pradera a un lado; el horizonte al otro; por el norte, su casita de madera, que por las noches producía un humo de manzanas horneadas por ti; por el sur, la caída del valle; y en el cielo, en la luz la claridad y en la oscuridad el gran amarillo, llamando a los asustados que aúllan a nuestras espaldas. El tono verde adorna el universo de aquellas vidas, como tiñendo las pieles del salvaje conjunto ubicado en un lugar recóndito y apacible, perfecto para el goce de los sentidos de la danza. Utilizando el hacha en los días, las mallas en las noches, la firmeza cuando recaes en los sueños de madrugada, yo me suelo trasladar al infinito con los pasos en los pies; salvando el uso de la mecedora, con las piernas estiradas de día y otras mallas cubriéndolas de noche, el viento removiendo tu cabello, tú eres parte del paisaje, lo protagonizas con extrema intensidad. Ella solo aparecía después de la oscuridad, en un tiempo muerto que ya no pertenecía al día ni a la noche, como si solo estuviese lleno de vacío.
Esa noche, los pasos estaban acompañados por una melodía conocida que podías tararear mientras lo veías a él dando piruetas a tu alrededor, desplazándose de un lado al otro por el pasto, describiendo círculos con la manos, apoyando solo la punta de los pies, sonriendo al aire. Tú ibas un poco más despacio, aguardando con paciencia que sus movimientos de veras te cortejen, para llenar de realismo la escena trazada y convertirla en el acto de pasión fulgurante necesitado por ambos cuerpos. De pronto, algo hacía falta en el lineamiento del guión propuesto para el baile: se le veía tan bien en ese chaleco cerrado, con el cabello ligeramente largo cayendo por detrás de sus hombros, pero su danza estaba incompleta, la expresión de su rostro no generaba el gozo de la atracción, no conseguía el efecto necesario. Saliste corriendo hacia la cocina, atravesando tres salones, mirando de reojo al gran amarillo cuarteado por un par de nubes y, sin darle la importancia debida, cogiste una manzana de la cocina y regresaste a su lado, ofreciéndosela en la boca para que la mantenga ahí, aprisionada entre sus labios y dientes. Era muy grande, no daba la impresión de sonrisa que andabas buscando. Él estaba a punto de parecer ahogado, pero no te había dicho nada por complacerte, como siempre. Se la quitaste de la boca y la llevaste de vuelta a la cocina donde, con un cuchillo largo y filudo, la cortaste por la panza. Dos pedazos iguales cayeron hacia los costados, describiendo dos formas que asociaste rápidamente con un gusto naciendo de dentro de ti. Llegaste a su lado nuevamente y le colocaste uno de los pedazos en la boca y su expresión cambió en el acto, aunque él seguía atorándose y la imagen solo valía par ti según el fin trazado desde el inicio. Lo dejaste bailar, no diste crédito a sus arcadas, ni a sus miradas de sorpresa mientras desabrochabas tu falda y acariciabas la parte descubierta con sumo cuidado, sin quitarle los ojos de su rostro, precisamente de su boca. Entonces fue cuando descubrió que ella seguía en tus pensamientos, tan radiante, con el corazón tan blanco de las primeras veces, hace muchos años.
Cogió la figura femenina que abrazaba entre sus dientes y la tiró al suelo de un solo aventón furioso, con ojos llenos de desconsuelo y desesperanza, de imaginarse en las pocas posibilidades restantes para alejarte del tiempo muerto. Al gran amarillo se le alejaban las nubes, permitiendo cada vez más la claridad de su forma circular, haciendo aumentar el tono de los aullidos cercanos. Tú no estabas dispuesta a semejante desplante: arremetiste con un empujón certero, dejando caer tu falda hacia abajo, pisoteándola al pasar por encima, y el forcejeo terminó haciéndolo trastabillar hacia atrás por el cansancio del baile, cayendo al suelo de un golpe seco. La agitación de la pelea, el gran amarillo brillando en el cielo, las bestias que aúllan saltan por encima del cerco y se acercan a sus figuras, formando círculos entorno a ustedes. En ese tiempo muerto, tú ya no los conoces, tus maneras hostiles –desgarradas por el desenfreno de no tenerla a ella cerca para tan solo acariciarla– te hacen gritarles por no permitirte el paso. La irritación acelera el proceso, un hilo rojo se desliza hacia abajo por tus muslos, en dirección a las pantorrillas. La mirada atónita del hombre, el gran amarillo como un fluorescente en el cielo, ambos posando sus sentidos en aquellas fieras despedazando tu cuerpo.
Ricalde