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20.1.11

La vida después de la vida

Un artículo de Daniel Morales


Entre la monotonía del viaje en tren de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, y un asiduo interés por la escatología, transcurrían los días de Rosa Rolmendi. Aquella bibliotecaria de falda larga, canas cortas, lentes gruesos, voz ronca, cara patibularia y andar cansino era también una lectora y una escritora insaciable. Algunos, los pocos que la conocían, decían que sufría de hipergrafía. Era de esas señoras que extraña vez exteriorizan una sonrisa, andan siempre con esa seriedad tan suya, que impone respeto e incluso intimida. Solía salir temprano de su casa con destino a la escuela donde trabajaba como bibliotecaria, siempre a la misma hora, en el mismo paradero. Esperaba el tren para sentarse en el mismo lugar en el fondo del vagón y escribir sobre el mismo tema, ese que tanto le fascinaba por ser un misterio: la vida después de la vida.
Empezó a interesarse por ese tema desde el día en que, siendo una pequeña, leyó un libro de quien se convertiría en su autor favorito: Borges. Fue el regalo de su padre por su décimo cumpleaños: “la muerte del cuerpo es del todo insignificante y morirse ha de ser el hecho más nulo que le puede suceder al hombre”, argumentaba el autor, que en aquel libro también propuso “suicidarse para discutir sin estorbos”.
¿Suicidarse para discutir sin estorbos? Esa fue la pregunta más frecuente de la vida de Rosa. ¿Cómo discutiría sin vida? ¿Quizás sea demasiado tarde entrar en discusiones cuando la vida se acabe, el latido cese y nunca más inhale aire? ¿Qué pasa cuando la vida ya no es vida? ¿Acaso existe vida después de la vida? Rosa vivió con esas dudas siempre presentes. También pensaba que un cuchillo era el elemento perfecto para darse muerte corporal y así quedar libre de alma en el paraíso, lugar que ella suponía había después de la tierra. No publicaba sus novelas, las sentía demasiado propias, muy personales. Sola y sentada con su cuaderno, plasmaba en ellas cada uno de los caminos que pudo haber tomado para descubrir el misterio que tanto carcomía su mente día a día. Cada novela era una historia que giraba en torno a una chica queriendo descubrir ese tema y en cada una tomaba un camino distinto. Pero su vida real no fue así, ella era una ciudadana normal, con deberes normales, un trabajo normal, un sueldo normal, más no una vida social normal. Se le conocieron pocos amigos, muy pocos. Nunca acudió a una fiesta y vivió sola desde los quince años, cuando se fue de la casa de sus padres. Pasaba sus días entre cigarros, libros, plumas y sueños sobrenaturales.
Cada domingo, al caer la tarde, sentada ella con su soledad, contemplaba el cuchillo entre sus manos, imaginándolo deteniendo su respiración de una sola y profunda clavada en el pecho. La escena se repetía todos los domingos, el único día de la semana que no trabajaba. Colillas de cigarro en el piso, cuarto oscuro, cuchillo afilada y brillante: el paraíso cada vez más cerca; no obstante, nunca se atrevió fácilmente a terminar de una buena vez con sus dudas, tal vez por su cobardía tardó todos esos años en realizar su cometido, sin lograrlo jamás.
Sin embargo, ese día llegó sorpresivamente en uno soleado desde muy temprano, como los que tanto odiaba ella: salió temprano a trabajar, como solía hacerlo, con sus zapatos siempre bien lustrados, la falda negra larga y canas peinadas. Sentada en el fondo del tren camino al trabajo, mientras completaba el tercer capítulo de su octava novela, una gota de sudor se deslizó por su mejilla a modo de lágrima, se dispuso a sacar el pañuelo antiguo que llevaba siempre con ella. Soltó lo que tenía en manos, se cogió el pecho, cerró los ojos sin prisa y se desplomó. De un paro al corazón terminaron sus días de soledad. Nadie lloró por ella, muy pocos la recuerdan, muy pocos lo harán.
Esto me recuerda a mí que muchos viven de sueños, de dudas, de incógnitas. No dejemos que nuestra vida sea un sueño, una duda, mucho menos una incógnita. No nos sembremos incógnitas sin respuesta: vivamos. No dudo que la felicidad de Rosa haya sido más que ínfimos momentos a lo largo de toda su vida. Su soledad y sus dudas le provocaron un constante acercamiento a la locura. Su paso por la vida no fue más que un finito pensar en lo que hay después de esta. “La vida después de la vida”, hasta que murió, y no vivió para contarlo.
Morales Briceño