Un cuento de Andrei Atanasovski
–Ustedes, malditos infelices, ¡ustedes! –exclamaste al ver aquella sombría figura, la figura de tu seguro verdugo en el umbral, vaticinando con su presencia tu trágico destino, tu predecible porvenir, estando sentando en aquella vieja mecedora de madera poco noble, astillada y astillosa, con pinceladas de distintos colores, distintos matices y aplicados en distintos tiempos. Desde el beige hasta al azul, aquella mecedora multicolor envejecida que rechinaba con cada reclinada dada, tratando que tu memoria carcomida por el Alzheimer recuerde los melodiosos himnos de Edith Piaf. Los repetías una vez tras otra en aquel viejo toca discos con aquel LP que te regaló tu fenecida esposa hacia más de cuarenta años.
Al verlo encapuchado, anclado al limen de la puerta, al notar su indumentaria sobria, pero a la vez distinguida, resaltando de sobremanera aquella enorme espada, pensaste si no sería lo más adecuado que de una vez por todas tu verdugo te vuele la cabeza con esa filuda hoja de la espada. Es más, sería una muerte mucho más gallarda que morir de un ataque o esperar al punto que ya no te acuerdes como poner aquel único LP de Edith Piaf, haciendo de tu perpetua agonía algo aún más decadente, aguardando que olvides como digerir tus alimentos, y que tu cerebro ya no pueda mandar ordenes a tu estomago, hígado, pulmones, corazón y demás, dándote entonces un final paupérrimo, patético y risorio.
Tú, un fotógrafo de renombre, el más grande de tu generación, habiendo pasado por el lente de aquella vieja cámara perdida entre el interior de aquel enorme y empolvado armario, figuras como Liv Ullman, Jackie y John F. Kennedy, Jean Michelle Basquiat, Jean Paul Sartre con el par de snapshots que le tomaste en Paris, y tú última grande, ya en tus días finales por tu querida Manhattan: Madonna en sus inicios; ahora te hayas solo, sin poder recordar ni la más mínima noción de fotografía. El culpable fue el ego, no lo llegas a captar ahora, en un rato, dentro de todas tus capacidades, tu alma podrá notarlo en las puertas al inframundo.
El ego te ganó la partida, las críticas recibidas por la supuesta banalidad en tu trabajo, luego de aquellas fotos con la chica material, te llevaron a volver a tus inicios periodísticos, pero te topaste con el demonio en el camino, con tu triste final. Osaste jugar con el grupo de poder más grande en todo el mundo. Presidentes, Reyes, Pensadores; todos y cada uno con su escaño en las distintas logias, y tu no tuviste mejor idea que desenmascarar sus identidades y no solo eso, sino también sus favores, su argolla, su concentración de poder y su enquistamiento en distintos cargos. Poco más y fotografiabas hasta su basura. Time no te compró el reportaje, el dueño era masón, en cambio, te mandaron a desaparecer. En esa tú si les ganaste, o por lo menos el Alzheimer ganó. Sin hijos ni esposa, eras tú solo y el mundo a tus pies, así que desaparecer involuntariamente, no fue nada difícil. La mente juega malas pasadas, eso sí, pero todo pasa por algo.
Ahora teniendo escasos momentos de lucidez, todo vuelve de nuevo a ti, recuperaste la memoria pudiste pararte de esa mecedora y le suplicas por un momento más de vida a tu verdugo. Éste no se opuso. Te acercas al viejo armario oculto entre las sombras el polvo y las telarañas y sacas tres paquetes. El primero, tu LP de la möme, lo pones en el tocadiscos y por la corneta salé a todo volumen una de tus favoritas: heaven have mercy. “No more cries, no more tears” piensas. El segundo paquete es un viejo archivo, con casi todos tus trabajos, los paseas entre tus arrugados dedos, hoja por hoja y regresas a todas y cada una, desde Sartre, Madonna y Ullman, hasta Kennedy, todos te están rodeando y sonríen contigo. El tercer paquete está envuelto en un viejo papel periódico, es tu amada, tu fiel cámara, le das un beso, le agradeces para ti por todos aquellos maravillosos e inolvidables momento, y entonces, sólo entonces, la dejas de vuelta en el armario del cual cierras la enorme puerta. Vuelves a tu mecedora, te sientes cómodo, te acuerdas de todo. ¡Por fin recuperaste la memoria! ¿De qué te sirvió? De nada y aún así una sonrisa se formo en tus envejecidos labios segundos antes de morir.
–Haga lo suyo– le exhortaste al verdugo.
Atanasovski