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17.2.11

Del ídolo al hombre

Una opinión de Eva Ibacache

Mario Vargas Llosa es el nombre de uno de los escritores peruanos más reconocidos internacionalmente, no solo por el furor causado por sus libros, sino por ser uno de los pocos hijos de esta tierra que ha logrado conseguir fama a nivel mundial. Hablando en claro y como suelen decir de dónde provengo, él es un patiperro, un ciudadano del mundo, como lo repite en su discurso de aceptación del premio Nobel. Según escribe, el Perú era como una Arequipa donde nació, pero nunca vivió, dando además sus más profundos agradecimientos a la madre patria: “quiero tanto a España como al Perú, y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo”. España significa su fama; solo allí, entre su talento y algo de suerte, llegó a ser lo que es. El Perú no le proporcionó la fama sino hasta que él ya había sido famoso. De esta manera, ¿por qué la mayor parte de la población peruana lo mantiene como una especie de ídolo? La verdad es que él es un hombre común y corriente, uno más en esta ciudad de calles sucias y cielo grisáceo o panza de burro, como la suelo llamar.
Si un hombre cualquiera, incluso uno vulgar, supiera narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que jamás haya escrito”, dijo alguna vez Giovanni Papini. Lo cierto es que todos tenemos las mismas capacidades, solo que algunos aprenden a desarrollar más unas que otras. Mario Vargas Llosa es un romántico que sencillamente escribe cosas comunes con buen estilo. En este mundo hay millones de escritores; sin embargo, para alcanzar el éxito hay que tener tres cosas: primero, un estilo que guste o que disguste, pero a un punto que sea pegajoso; segundo, insistir y apasionarse por lo que se hace; finalmente, simple suerte. El escribidor ha logrado esos tres factores y por ello ha llegado a ser lo que es hoy en día. Puede que sea un muy buen escritor, pero eso no quita que pueda haber mejores, personas más talentosas esperando encontrar su lugar en la historia. Considero que el Perú no ama a su Nobel por lo que escribe, sino por lo que representa. Él le entrega al país la sencilla oportunidad de observar hacia arriba y darse cuenta que se puede mejorar, que no tienen que conformarse ni quedarse estancados en esta misma vida cotidiana, que pueden ser un Vargas Llosa en lo que quieran.
Leer nos humaniza, nos une, nos demuestra que todos somos iguales, tal y como Mario ha dejado en claro a lo largo de su discurso. Si me permiten concordar con algo es que “la ficción es más que un entretenimiento, más que un espacio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando entre nosotros lo mejor de lo humano”. El único fin existente de leer es transportarnos a otro lugar, sentir algo nuevo, vivirlo, conocerlo, amarlo.
A pesar de no ser capaz de disfrutar sus escritos, creo que Vargas Llosa es uno de los hombres que le entrega esperanza a este país. Les da la oportunidad de ver, sentir y existir en una dimensión paralela mejor conocida como historia, en la que puedan verse rodeados de cosas mejores o peores, concientizando y demostrando que todo se puede si uno se entrega con la pasión necesaria. “La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan”. Mario Vargas Llosa no escribe por escribir, él escribe con una única función: unir a las personas.
Eva

14.2.11

Entre el amor y el dinero, ambos

Un ensayo de Paolo Benza

Cuando el emperador romano Claudio II mandó ejecutar al obispo Valentín por incumplir una ley aparentemente injusta, sí tenía un argumento que exponer: los jóvenes casados no sirven como buenos soldados. Según cuenta la leyenda, aquel catorce de febrero se le dio muerte porque, en nombre del amor y la religión, él los casaba en clandestino ofertorio. Por el contrario, diecisiete siglos después, cuando Al Capone ordenó el asesinato a quemarropa de siete miembros de una banda irlandesa rival liderada por Bugs Moran, el día del amor no tenía mucho razonamiento que ofrecer. Como atestiguarían luego seis cuerpos muertos y uno con catorce perforaciones de bala aferrándose a la vida, tendidos sobre un interminable charco de sangre, este supuesto día festivo se trató de puro instinto callejero, de sobrevivir y avanzar a empujones en un mundo repleto de indiferencia y premeditada crueldad. De esta manera, el catorce del segundo mes del año es un día contradictorio y a la vez vinculante, irracional en todo sentido, pero sensible a la perspectiva del intelecto. Presenta esa dicotomía entre el sentimiento puro y sincero, y el mercantilismo frío y aprovechador, típico del mundo capitalista y globalizado en el que vivimos, pero al que muchas veces sentimos ajeno y vacío. La razón nos dice que San Valentín no importa, mientras que la intención misma de la fecha nos intenta convencer de su propia inutilidad.
El amor es un producto excelente, muy fácil de vender. Está universalmente aceptado como un sentimiento franco e inocente, el más alto e importante, que prevalece y vence a todo lo demás. Así se nos ha vendido desde que tenemos uso de razón. El estigma está arraigado en nuestro subconsciente. Incluso los actos más aborrecibles, bien contados, se disimulan bien bajo la categoría de heroicos. Como muestra, dos cobardes suicidas tan débiles, tan incapaces de soportar la pena de vivir conociendo la muerte del otro: Romeo & Juliet. Sin embargo, nadie cuestionaría la nobleza de aquella acción. No cabe duda que, desde un punto de vista estrictamente racional, el amor no tiene pierde. Así, creemos en Cristo, por ejemplo, porque nos ofrece amor por nosotros y por el prójimo; adoramos a The Beatles porque, entre otras cosas, Paul McCartney nos propone que “lo único que necesitamos es amor”; por último, cómo no, compramos las tarjetas y los peluches que Hallmark –y cientos de otras empresas– ponen a nuestra disposición para regalarlos y demostrar ese amor incondicional que sentimos hacia los demás. Ahí está, consumismo puro y duro, negocio seguro, ¿quién se atreve a negarlo? No obstante, siguiendo esta línea y dándole espacio a una pregunta más, ¿quién, con dos dedos de frente y consciente de esta verdad, no aprovecharía la mina de oro que se esconde en el amor?
Las emociones son complejas respuestas químicas y neuronales que tienen lugar en nuestro cerebro y forman un patrón distintivo; asimismo, los sentimientos son la evaluación consciente que hacemos de esas respuestas. En buen cristiano, las emociones no son más que impulsos nerviosos ante un estímulo externo, reconocidos como sentimientos luego de darnos cuenta cuál fue aquel estímulo. El hecho de ver a esa persona especial, aquella que quieres tanto, haciéndote sentir feliz, completo, aún cuando sea el simple reconocimiento de impulsos nerviosos en tu alborotado cerebro, es sencillamente una acción necesaria, innegable e imposible de criticar. Es eso lo que trata de conmemorar San Valentín, dar rienda suelta a aquella necesidad que tenemos los humanos y que es ya inherente al género: amar. Porque amar te hace feliz, y todo ser humano, como dijo alguna vez Jefferson, tiene derecho a ser feliz o al menos a buscar la felicidad. Nadie ha de rasgarse las vestiduras argumentando que se ha perdido el verdadero significado del día, o que el amor se celebra los trescientos sesenta y cinco días del año, pues si la industria pone el producto amor en el mercado es porque hay una necesidad del consumidor esperando ser satisfecha y aquello es un beneficio contante y sonante para los trabajadores, mas no una pérdida de significado alguno.
Si bien es bueno ponerle a cada tema un ojo analítico, es también necesario que esa visión sea lo suficientemente flexible para reconocer la importancia de su contraparte. A veces, esa parte irracional o estúpida nos sirve para abrirnos paso en el mundo. Lo principal e importante es que no sea a punta de crueldad e indiferencia, sino de algo que nos traiga felicidad a nosotros y la brindemos a los demás. Aún cuando San Valentín tenga menos tradición y más invención industrial, cuando el producto amor nos haya hecho estúpidos, esa felicidad intrínseca a él es lo que inclina la balanza. No niego que puede que sea el condicionamiento de la industria lo que me haya hecho escribir todo esto, pero en todo caso: ¿quién no es un ser comercial? 
Benza