Un cuento de Jonathan Arriaga
Era una noche fría en casa de Dennis. Ante tanto aburrimiento y ver tanta gente en su casa, propuso sacar algunos juegos de mesa solo para pasar el tiempo.
–Dennis, no tengo ganas de jugar –dije.
–No hay problema, Dean, haz lo que quieras, tu casa es mi casa –me dijo poniendo su brazo sobre mi hombro en un gesto de camaradería.
Me parecía raro que aún no llegara Daniel, uno de mis mejores amigos. Siempre era invitado constante en casa de Dennis, aún más siendo vacaciones. Pasaron un par de horas y tocaron la puerta. Dennis, con un vaso de whisky en la mano y mientras caminada tambaleándose, se dispuso a abrir la puerta. Era Daniel con una chica.
–Dennis, mi hermano, disculpa la tardanza –dijo este, mirándola.
–No hay problema Daniel, pasa. Bienvenido –contestó Dennis sonriendo.
La chica con la que había llegado me había dejado sin aliento: sus ojos pardos, su piel blanca y sus delgados labios rojos me demostraban ignotamente que la vida era bella. Se sentó junto a mí en el living room, mientras su delgado y perfecto cuerpo me ponía nervioso y provocaba en mí un extraño deseo de pasar mi vida junto a ella.
–Qué aburrido jugar cartas –se quejó la chica.
–¿Cómo te llamas? –pregunté sonriéndole, sin prestarle atención a lo que acababa de decir.
–Deborah, ¿y tú? –respondió sin mirarme.
–Dean –respondí con firmeza, tratando de darle un tono grave a mi voz.
Ella me sonrió, sacó un cigarrillo y lo prendió. Mientras fumaba, miraba la enorme casa, parecía no creerlo. A los pocos minutos, se paró y se acercó al espejo que estaba frente a nosotros.
–Iré a caminar –dijo mientras pasaba su delgadas manos por su morena cabellera.
Me tomé la cabeza y pensé en lo hermosa que era, mirándola desaparecer por el jardín de la inmensa casa de Dennis. Empezó a volverse una especie de droga que me mataba ante su ausencia. Respiré, me paré, me vi al espejo, desordené un poco mi cabello y decidí seguirla. Ella caminaba lentamente, un faro la iluminaba de forma gloriosa. Me acerqué sin que se diera cuenta.
–¿Puedo acompañarte? –pregunté mirándola a los ojos.
–Claro, ¿por qué no? –sonrió al cielo.
Yo hablaba un poco de todo y le contaba anécdotas vividas con Daniel, pensando dentro de mí el hermoso momento que vivía junto a ese ángel. En un momento se detuvo, me miró a los ojos, como hechizándome, y se desplomó. La asistí de inmediato, como si se hubiese caído una finísima pieza de porcelana. Le daba aire, le hablaba y no respondía. Una lágrima mía cayó en su mejilla. En mis brazos, abrió los ojos y con la voz más dulce y tranquila del mundo entero, me pidió que la bese. Me acerqué a sus labios rojos lentamente y los acaricié con los míos, sintiéndome en ese momento más poderoso que Dios. Deslizamos nuestros labios y en una mirada eterna me pidió que la dejase ahí, estaba muerta. Otra lágrima mía cayó sobre su mejilla, y el verde césped se apoderó de su cuerpo, al mismo tiempo que el faro muy brillante la iluminaba. Ella sonreía, fría.
Pasé vacío por el tumulto de gente, con el recuerdo de sus labios en los míos, y nadie me vio, nadie dijo nada. Pasé por el living room y me detuve unos momentos, recordándola. Abrí la puerta y me perdí en la oscuridad de la noche, con la única brillante compañía que tenía era la luna, solitaria, mirándome a lo lejos.
Arriaga